Por María Adelina Mercuri
En la última edición del Semanario Pionero (5 de Noviembre de 2012, pagina 2), exhibe una editorial extraída del diario La Nación titulada: El periodismo militante. La bajada de la nota alega: “Ningún periodista puede militar en otro bando que no sea el de la búsqueda de la verdad y su transmisión a la sociedad”. Reparamos en esta nota, línea editorial que ostenta el semanario, por dos razones. La primera, porque este calificativo innovador parece desvelar a los autodesignados “Periodismo independiente”. Y la segunda, porque la editorial ostenta valores de difícil constatación en la práctica del oficio de la comunicación.
Desde hace un tiempo, exactamente un año antes de la aprobación de la discutida Ley de Medios (10 de octubre de 2009), y desde que el Gobierno Nacional decidió enfrentar a la hegemonía periodística concentrada en las corporaciones comunicacionales, la discusión del rol del periodismo se ha profundizado. Mejor dicho, se explicitó un debate que estaba silenciado por los grupos empresariales amparados en una supuesta asepsia ideológica que les otorga la manipulada independencia o búsqueda de la verdad.
Las dudas sobre el rol del periodista
La última Dictadura militar mostró, a través de sus páginas más sangrientas, que sí existió y existe aún, un “periodismo militante” en contraposición a un periodismo obsecuente, corrupto, complaciente, especulador y oportunista. En aquellos años negros dictatoriales y desquiciados, periodistas de la talla de Rodolfo Walsh sembraron las bases de lo que hoy denominamos “periodismo militante” poniendo en riesgo su propia vida. Walsh buscaba la exactitud de los hechos para ejercer el acto que da entidad al comunicador: informar. Sus investigaciones y denuncias son clara muestra del desempeño de un periodista comprometido con una realidad sin velos.
Mientras, el otro periodismo, el conformado por el diario de donde proviene la mencionada editorial, se confabulaba con los grupos de poder y acordaba con los usurpadores uniformados para apoderarse, no solo de los negocios ligados a las empresas gráficas, sino de la subjetividad de los lectores. Es así que, cuando estos grupos delineaban en sus páginas “la verdad” deliberadamente tergiversada en beneficio de sus intereses y los de sus columnistas, no se cuestionaba la alianza con el oficialismo militar. Al contrario: celebraban las acciones castrenses que servían para aumentar su poder.
Resulta agraviante que periodistas pertenecientes a grupos concentrados argumenten lo de “controversia falaz, por cuanto no puede concebirse un periodismo militante, dado que ambos términos resultan contradictorios y excluyentes”. Lástima que no consignaron este apotegma cuando “militaban militarmente” mientras el país se rifaba y la sangre corría.
El editorialista prosigue: “Ningún periodismo puede militar en ningún bando, salvo en el de la búsqueda de la verdad y su transmisión a la sociedad. Cualquier otra militancia convierte al periodismo en otra cosa. En propaganda o en comunicación partidaria, por ejemplo”. Premisa que tampoco se contempló en períodos democráticos. Tal como el camaleón, les resultaba fácil disfrazarse de “periodismo independiente y verosímil” a la vez que negociaban con cuanto gobierno de turno.
Al mismo tiempo, la editorial destaca la diferencia entre “información y opinión” y subraya que “el problema surge cuando los defensores del periodismo militante que, por lo general, son hombres de prensa que trabajan en medios oficialistas y, por lo tanto, cobran sus sueldos, directa o indirectamente, del Estado, afirman que el único periodismo válido es el militante. El periodismo debe ejercer una tarea que nunca puede estar dirigida a complacer al poder político ni tampoco a determinado sector económico. Su misión está inexorablemente sujeta a esclarecer a la población, mostrando lo que pueda permanecer oculto en los vericuetos del poder y descubriendo todo aquello que los gobernantes pretendan callar o disimular”. En el caso del medio periodístico nacional es difícil sustentar estos argumentos cuando se trabaja para una empresa en cuyas espaldas pesa el fantasma de Papel Prensa y la complicidad los salpica por doquier. En cuanto al medio local, responsable de su publicación, me resta una interrogación: ¿Su responsable habrá entendido el sentido de los términos esclarecer, ocultar o complacer al poder? ¿O se hace…?
El editorialista destaca que “el periodismo nunca puede estar dirigida a complacer al poder político ni tampoco a determinado sector económico”. Otro adagio que sustenta el análisis editorialista que no se aplica en si mismo. Y, si de aforismos hablamos, viene bien recordar: “Haz lo que yo digo más que no lo que yo hago”.
Ahora bien, los periodistas no somos entes. Tenemos discernimiento y eso es lo que nos permite adherir o no a un proyecto de gobierno, oficialista u oposición. Pero cuando un periodista o empresa sucumbe a los encantos de Afrodita por la manzana dorada, estamos ante un periodismo inescrupuloso. Y despreciable. Sobre todo cuando éste se intenta ocultar, con sublime descaro, detrás de editoriales falaces. Claro, hay que revelar primero quién es Afrodita o detrás de quién se esconde y cuál es valor de la preciada manzana dorada.
La editorial de La Nación es asumida como propia por el emblemático semanario. Es por ello que no puede quedar afuera del humilde análisis que intentamos desarrollar sin herir susceptibilidades pueblerinas.
Off the record, entre pasillos, detrás de bambalinas o como quieran mencionarlo, el propietario del semanario habría cobrado una interesante suma de dinero por llevar adelante la campaña periodística de Don Blas. Se dice que habría recibido más de cien mil pesos (la cifra varia según el interlocutor pero todos coinciden que fue más de cien). Por otro lado, estarían los honorarios del periodista, diseñador de “la verdad” gubernamental, que no siempre fue tan veraz. Además, habría que incluir la comisión de un tercero que se atribuiría ser el ideólogo de la operación y al que casi dejan afuera de la repartija. Las malas lenguas dicen que el tercero, con amenaza radial de por medio, debió presionar mucho al empresario periodístico para conseguir su dádiva ya que el viejo lobo no habría aceptado pagar lo acordado.
Esta operación periodística habría provocado que muchos político sacaran de donde fuera para contrarrestar los efectos de la operación oficialista. El marco político habría propiciado una situación óptima para la especulación financiera. A estas alturas, la “ética periodística” se había marchado a otras playas y el suculento botín de campaña remplazaba cualquier “búsqueda de la verdad”.
Pero todo esto no habría quedado allí. Para que los resultados fueran óptimos, deberían acallarse las voces opositoras. Es decir, que para que se hiciera la luz divina de “la verdad”, silenciada en algún retazo de las páginas a ocho columnas de dicho semanario (denuncias, propuestas políticas, visitas importantes, etc.), los interesados habrían soltado unos dinerillos en carácter de publicidad. Obviamente, el recurso es digno y válido para todo empresario de medios que se precie de serlo. Para lo cual, el carácter excelso de la información que confieren los editorialistas se esconde debajo de la alfombra.
Resumiendo, y no puede ser otra forma, nos preguntamos: ¿Puede el propietario de un semanario local, a través de una cínica editorial, impartir valores de integridad sobre las conductas periodísticas?
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